Desde Tamachi a Shinbashi: templos, parques y artificios extrañamente europeos
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Caminar desde Tamachi hasta Shinbashi por la línea Yamanote revela un Tokio oculto: callejuelas con templos, jardines olvidados y surrealistas yuxtaposiciones urbanas. El mar nunca está muy lejos, con el muelle de Takeshiba como cómodo punto de acceso a la bahía, las islas Izu y otros lugares aún más lejanos.
Huellas de fe e historia en el circuito sureste de Yamanote
Ryōzenji, Enjuji, Shōdenji, Kanshōji, Hōenji… Al caminar desde Tamachi hasta Hamamatsuchō, en el tramo sureste de la línea Yamanote, en Tokio, descubro un conjunto oculto de templos enclavados en el lado oeste de las vías. Hay también un solitario santuario sintoísta Inari pegado a un muro de hormigón: un delgado pórtico torii rojo y dos zorros de piedra que custodian una pequeña estructura de madera similar a una casa de muñecas. Los he visto por primera vez desde el tren. Las vías elevadas ofrecen el mejor punto de vista para contemplar esta escena ligeramente surrealista.
Las estaciones del bucle de la línea Yamanote. (© Pixta)
Hōenji es uno de los varios templos acorralados por construcciones modernas entre las estaciones de Tamachi y Hamamatsuchō. (© Gianni Simone)
Durante los primeros años del periodo Edo (1603-1868), el shogunato de Tokugawa Ieyasu reorganizó el trazado de la ciudad. Muchas instituciones religiosas fueron trasladadas fuera de las inmediaciones del castillo y reubicadas en zonas designadas, especialmente al sur y al oeste del centro urbano. Estas zonas se convirtieron en algunos de los distritos de templos más densos de la ciudad, y cada enclave religioso estaba afiliado a un daimio (señor feudal) concreto.
Tras múltiples oleadas de destrucción (incendios, terremotos, guerras…) solo sobrevivieron los templos más adaptables o con mayor respaldo financiero. Muchos se reconstruyeron en menor escala, encajados en callejones o escondidos tras modernos edificios de apartamentos. Lo que se ve hoy en día son los restos: de menor tamaño, a menudo rodeados por todos lados, pero aún activos espiritualmente. Persisten como huellas tenues pero resistentes de la antigua topografía religiosa de la ciudad.
Los templos de esta zona no eran solo lugares de culto. A menudo gestionaban cementerios y eran fundamentales para los funerales familiares y los servicios conmemorativos. Incluso cuando la población de los barrios disminuyó o se aburguesó, sus servicios siguieron siendo necesarios. Algunos templos siguen sobreviviendo gracias a la gestión de parcelas funerarias y ofrecen “lugares de descanso eterno” en alquiler para los tokiotas que ya no tienen tumbas familiares en otros lugares.
El resultado es una presencia extrañamente conmovedora: pequeños templos ocultos, desgastados por el tiempo, con linternas de piedra cubiertas de musgo, apretados entre construcciones modernas. Parecen fuera de lugar y, sin embargo, están más arraigados que cualquier otra cosa a su alrededor.
Hay diferentes maneras de recorrer la línea Yamanote a pie. La más fácil es caminar por la Ruta Nacional 15, la encarnación moderna de la antigua Tōkaidō, pero esta es también la menos interesante y, sin duda, la más ruidosa. Como dice Charles Landry en The Art of City-Making (El arte de la urbanización), “Cuando una ciudad se construye pensando en el automóvil y no en el peatón, es decir, en las personas, ese automóvil se convierte en la base de la experiencia sensorial de esa ciudad”. La banda sonora urbana suele estar compuesta por el tráfico. Un constante ruido de motores, interrumpido por ocasionales bocinazos o señales acústicas electrónicas, llena el aire. El olor a gases de escape se cierne sobre la ciudad, mezclándose con el calor que irradia el asfalto bañado por el sol.
Jardines y vegetación entre el cemento
Por suerte, en Tokio a menudo se puede evitar esta tortura si nos alejamos del tráfico y nos adentramos en rincones tranquilos. Cerca de la estación de Hamamatsuchō puedo visitar Zōjōji, uno de los principales templos budistas de Tokio. No obstante, siempre está lleno de turistas. Por eso prefiero la parte exterior de la línea Yamanote, donde, discretamente escondido junto a las vías elevadas del tren, se encuentra Kyū-Shiba-Rikyū, uno de los jardines más importantes desde el punto de vista histórico de Tokio y, sin embargo, uno de los más ignorados.
Al visitar Zōjōji no debemos olvidar explorar los hermosos templos pequeños que rodean este famoso lugar turístico. (© Gianni Simone)
Originalmente era el lugar privado de recreo de un señor feudal, pero más tarde se convirtió en un palacio independiente de la Casa Imperial. Su vecino más grande, Hamarikyū, situado a solo unos minutos calle arriba, le hace sombra, pero yo prefiero este, probablemente porque es más compacto, más introvertido y de escala más íntima. Ambos son ejemplos clásicos de kaiyū-shiki teien (jardines con estanques para pasear), pero Kyū-Shiba-Rikyū, al ser diez veces más pequeño, presenta una densa vegetación y arreglos de piedras que enfatizan los detalles por encima de la amplitud.
El encantador Kyū-Shiba-Rikyū se erige como un reducto desafiante contra la expansión de la ciudad. (© Gianni Simone)
Aquí tenemos la oportunidad de descubrir qué hace que los jardines japoneses sean tan especiales. El jardín de estilo occidental, con sus senderos rectos y su diseño austero, parece transmitir la desolación que a menudo se asocia a la geometría rígida. Es un lugar donde los jubilados pueden pasear a sus perros bajo los árboles invernales, envueltos en una tranquilidad silenciosa. El jardín japonés, por el contrario, habla en voz baja, con una resonancia sutil y suave que es fácil pasar por alto si no se escucha con atención. Su voz siempre está ahí, pero para oírla se necesita un oído más atento y sensible. Cuando no logramos captar su murmullo, el silencio dice más de nosotros, y de nuestro estilo de vida moderno y lleno de ruido, que del jardín.
Kyū-Shiba-Rikyū es ideal para pasear tranquilamente y observar de cerca los detalles de su diseño. Entrar en el jardín es como adentrarse en un rollo pintado: denso, cuidado y lleno de texturas visuales, con numerosos arreglos de jardines de rocas, linternas de piedra y colinas en miniatura. Entre sus elementos distintivos solía haber un estanque de marea. Sin embargo, la función de entrada de la marea se perdió junto con la vista lejana del mar a medida que avanzaba el desarrollo de la zona circundante, incluida la reclamación de tierras. Solo queda una compuerta de acero como único vestigio de aquella entrada del océano.
Ahora se alzan edificios imponentes donde antes se extendían playas desiertas y azotadas por el viento, y el lejano zumbido del tráfico ha sustituido a los solitarios graznidos de las gaviotas. Sin embargo, el jardín sigue resistiendo, como un pequeño y desafiante reducto frente a la expansión de la ciudad.
Un enclave curiosamente italiano
El océano no está lejos. En menos de diez minutos llego al muelle de Takeshiba, desde donde se puede navegar por la bahía o tomar un ferri a las islas Izu, o incluso hasta la tropical Ogasawara, en las afueras de la metrópoli de Tokio, que en realidad forma parte de Tokio más en nombre que en realidad.
Desde el muelle de Takeshiba se pueden ver las islas artificiales que poco a poco van llenando la bahía de Tokio. (© Gianni Simone)
El lugar está casi vacío cuando llego. Solo las ágiles carretillas elevadoras se apresuran de un lado a otro, como hormigas. A lo lejos puedo ver parte de un nuevo archipiélago: las islas artificiales que han surgido lentamente del sedimento dragado y la ambición de acero, cada una de ellas una pizarra en blanco que a lo largo de los años se ha llenado de condominios, almacenes y centros comerciales. Sus formas cinceladas hablan de una ciudad en constante expansión, incluso hacia el mar.
Como nunca me canso de decir, lo mejor de Tokio es que nunca sabes lo que te espera a la vuelta de la esquina. Esta zona es tan anodina y anónima que no augura nada bueno para el paseo de hoy. Pero entonces encuentro un túnel ferroviario oscuro y achaparrado, cruzo al otro lado de las vías y, como si hubiera atravesado el espejo de Alicia en el País de las Maravillas, me encuentro en… ¿Italia? O, al menos, en una especie de Italia.
Italia Park (“inspirado en el estilo renacentista toscano”), con sus bancos de mármol y sus setos recortados, es una de las peculiaridades urbanas más caprichosas de Tokio: un pedazo de paisaje vagamente mediterráneo encajonado entre la línea de monorraíl sin conductor Yurikamome y el mucho más grande y hermoso Hama-Rikyū.
Diseñado en colaboración con el Gobierno italiano e inaugurado en 2003, el parque fue concebido como un gesto de amistad. De ahí las balaustradas de piedra, las fuentes geométricas y las esculturas importadas, entre las que se incluyen copias de obras famosas, como la Venus de Milo.
Italia Park es una de las curiosidades urbanas más extravagantes de Tokio. (© Gianni Simone)
Rodeado de rascacielos de oficinas y atravesado por pasarelas peatonales, el parque tiene un aire extrañamente teatral, como un escenario que hubiera olvidado a sus actores. En una tarde soleada, los oficinistas comen su bentō en bancos de mármol bajo pinos podados hasta la más suave obediencia. Las palomas desfilan por la plaza de la fuente embaldosada como si ellas también formaran parte del diseño. Los otakus de trenes con sofisticados gustos europeos pueden sentarse en uno de los bancos de piedra y ver pasar el Shinkansen.
Aquí se respira una agradable sensación de desubicación: Italia a través de Minato. Es limpio, tranquilo y un poco demasiado simétrico como para parecer totalmente habitado, pero quizá ese sea precisamente el objetivo. Supongo que Italia Park debería considerarse como una pausa decorativa en el flujo de la ciudad. Un cambio momentáneo de registro. Un espejismo o, mejor aún, un presagio de más cosas mediterráneas por venir.
De vuelta en el interior de la línea Yamanote, después de atravesar un túnel diferente, me siento como un personaje de una de esas historias en las que los protagonistas creen que por fin han escapado a la tranquilidad de la vida cotidiana, solo para darse cuenta con horror de que siguen atrapados en el mismo sueño. Del mismo modo, nada más salir del túnel, me encuentro cara a cara con una recreación, ciertamente mala, de un edificio italiano: paredes de estuco pálido, ventanas con arcos falsos y tejados de terracota sin convicción, una torpe imitación del estilo del sur de Europa que parece sacada del boceto conceptual de un parque temático, como una réplica construida por alguien que solo había visto postales. Las proporciones no cuadran, los materiales son demasiado limpios, demasiado sintéticos. No está en ruinas ni se desmorona, pero de alguna manera sigue pareciendo abandonado por la autenticidad.
A ese le siguen más rastros italianos falsos. ¡Vaya, todo el barrio se ha convertido en un barrio europeo! Bienvenidos a Italian Town, un enclave de fachadas vagamente mediterráneas y callejuelas empedradas escondidas bajo rascacielos de oficinas. Es un experimento notable de clonación urbana, hasta que uno empieza a fijarse en los pequeños detalles reveladores. Algo está claramente fuera de lugar, como la ausencia del desgaste que se supone deben tener los edificios centenarios. El nombre de la pizzería está mal escrito. ¡El reloj de la pared funciona con precisión! ¿Y dónde está la basura? Parece demasiado perfecto. Otra falsedad, en una ciudad que provoca alucinaciones a cada paso. Uno camina por ella sin saber muy bien si sonreír o cerrar los ojos.
La encantadora y bizarra Italian Town es otra de esas alucinaciones con las que uno se encuentra a menudo en Tokio. (© Gianni Simone)
Pero también hay un lado positivo: el ambiente es agradable, incluso encantador en algunas partes, aunque curiosamente incongruente. Aquí se encuentra quizá la única plaza propiamente dicha (en el sentido europeo) que se puede encontrar en Tokio. Las ciudades japonesas carecen de espacios públicos donde la gente pueda reunirse, como plazas u otras zonas comunes para la interacción social, con la excepción de los parques.
Me siento unos minutos en un banco (otra rareza en Tokio) y observo a las parejas y familias jóvenes que disfrutan de la tranquilidad y los árboles. Luego salgo de la plaza, camino un par de manzanas, doblo una esquina y vuelvo a estar en Japón. A lo lejos, otro grupo de rascacielos de hormigón armado anuncia la siguiente estación, Shinbashi.
Miro atrás y veo Italian Town tal y como es: un plató de cine para una historia que nunca se rodará.
(Artículo traducido al español del original en inglés. Imagen del encabezado: desde el lado este de Yamanote se pueden contemplar, al fondo, el muelle de Takeshiba, el puente Rainbow Bridge y la bahía de Tokio – © Pixta.)
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